El cielo cabe en un
barrilete, como los sueños habitan alguna esquina de nuestra mente.
Una canción
muere en mis labios pero veo millones en el espejo de la vida, porque la
sonrisa se hamaca en una plazoleta de pueblo, donde los niños pintan buenos
mensajes, con sus miradas inocentes y puras.
Alguien habla de la lluvia
que nunca llegó, y de aquella que escapó tiempo atrás por un desagüe, hacia los
brazos del padre río.
Hay otros colores en los
campos, además de los sembrados, y más música en el aire que en un par de
auriculares. Un violín se desangra en el ombligo de la multitud, mientras tanto
nadie pone silencio ni amor en sus oídos.
El asfalto, la polución y
los ruidos ambientales imponen su tiranía, pero está en el aire la gracia de la
primera música de la mañana, después de los miedos que naufragaron en la
madrugada.
Puedo decir que he tomado un
trago de agua aún potable, y que tú, maravilloso sol, estás ahí apuntándome a
la cabeza.
Todo me hace sentir inmenso
pese a la pequeñez planetaria que somos.
El viejo arroyo, al que
regreso una y otra vez, sigue allí con su puente de hierros marrones de tiempo.
Con las transmutaciones de la naturaleza a su alrededor, sus piedras amasando
el musgo que no puede arrastrar la débil corriente. Los viejos pilotes de
madera, abandonados antaño, absorben la soledad del paraje, despertado
afortunadamente, por el sonido de bicicletas rodando.
Las nubes de cotorras
parecen avioncitos verdes en picada libre en el espacio sobre mi. Unas mariposas obstinadas
andan sembrando mieles cósmicas y racimos de alas.
(José López Romero)
José, describes un lugar conocido, el de mi niñez.
ResponderEliminarGracias.
José Luis: Es muy buena costumbre andar mirando. Así la vida nos regala estampas como esta. Un saludo.
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