Los ángeles muertos y los viejos cuerdos son hilos de viento y azules de cielo. La magia que veo, el sol que yo quiero, los besos sin precio, mi alma y documento.

miércoles, 2 de mayo de 2007

Ciudad de bicicletas

Una vez en mi pueblo, donde la bici es un lujo saludable, alguien dijo que para ordenar el tránsito del centro en horas pico, había que prohibirlas. Junto a los pedales también las motos de todo tipo.
Es de dominio común, que en las ciudades europeas desarrolladas (¿hay alguna que no lo esté?) los vehículos mayores ceden paso automáticamente al peatón en actitud de cruzar la calzada. Esta práctica no es nueva, lleva años implementada. Es evidente que ponen como asunto primordial cuidar al hombre, genéricamente hablando. Es una razón fundamental coincidir en esta armonía indispensable para convivir sin cuestionamientos. Es bueno repetirlo hasta el cansancio si es útil para frenar muertes anticipadas.
Los hechos siniestros en un pueblo que mantiene características de tal, así es el nuestro, no debería sufrir la exageración que nos sucede. Es lícito en todo caso, volcar énfasis en el citado buen ejemplo a imitar.
¿Será que quienes deciden estos temas no utilizaron jamás dos ruedas para andar? Paradójicamente, políticos y funcionarios suelen mostrarse sobre dos ruedas en tiempos de elecciones, haciendo equilibrio entre la vergüenza y el pudor.
Lugares del mundo que son reconocidos por su prosperidad y cultura, priorizan estos elementos de traslado porque pone a sus calles inofensivas y agradables de transitar con pleno derecho.
La velocidad es el gran problema y no es malgastar palabras insistir en el punto aunque caiga en saco roto. Breves segundos sobran para enfocar con certera memoria, vidas perdidas y perjuicios originados por un acelerador desenfrenado.
Merecemos la oportunidad de comprobar que es posible vivir en concordancia. Que andar a velocidad reducida nos lleva a cualquier lugar con mínimos riesgos.
Que podríamos ser una ciudad distinta, librándonos de angustias, anulando la imprudencia, erróneamente llamada fatalidad.
Nos pondría cara a cara, constataríamos seriamente quienes somos y cuánto queremos compartir con los demás.
Qué bueno fuera probar una forma menos trágica de andar por esas calles que nos pertenecen transitoriamente. Las mismas que utilizarán quienes no sanearon el peligro, para inmortalizar sus nombres, para que todavía la ciudadanía tenga que recordarlos gratuitamente como próceres.
Ese buen día que soñamos llegará y será el renacimiento de la esperanza que una vez dejamos abandonada. Porque teníamos urgencia, porque nuestro tiempo valía oro y una persona cualquiera no importaba nada, munidos de un buen seguro. (JLR)

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