Los ángeles muertos y los viejos cuerdos son hilos de viento y azules de cielo. La magia que veo, el sol que yo quiero, los besos sin precio, mi alma y documento.

viernes, 23 de noviembre de 2012

el arroz no importa


A veces, lo trivial tiene sentido en uno, y a eso apelo en este instante. 
Me resulta sustancial decir las cosas en su momento, sin acomodar los tiempos, siendo  espontáneo y verdadero, que es, posiblemente, para mis principios, como explicar la honestidad del alma, o transparentar los propios actos.
Cuando puse el arroz a cocinar, pensé en esta foto de hermosa tonalidad de grises, que está colgada en una pared de casa, como muchas otras que aprecio. Esta en particular,  ocasionó que mi arroz se pasara de cocción, y que la imagen que describo, de Antonia confeccionando una prenda de playa para su hija, mi novia allá por los 70', fuera más importante que el almuerzo liviano de un rato más tarde, casi arruinado. 
La niña que salta hacia mi suegra, no es la muchacha por la que yo iba hasta 500 km de mi  origen. Las aclaraciones valen siempre y lo digo para nombrar a la inquieta Betti de entonces.
La casa sigue allí, en el mismo lugar, con su camino de entrada desde el Este, con surcos de caña de azúcar a la derecha, animales a la izquierda, carros de transporte y árboles ya centenarios, me animo en la estimación. 
Vuelvo a la señora, Antonia, amable y servicial, de mano prodigiosa para los panes criollos, las mermeladas y los quesos caseros. La prenda que tiene en su regazo, su obra, anda en algún cajón de ropero, en nuestra casa del sur de Santa Fe, más de cuarenta años después, intacto en sus colores, verde, amarillo, rojo, blanco y negro.    
De mirada y sonrisa agradable, apellido alemán, Winkler, pero nacida en esta tierra, de familia numerosa, acostumbrada al trabajo del hogar, donde había que atender a nueve hijos. Su hombre cañero, o algodonero según la temporada, Ricardo Forlin, andaba por el campo a la par de los peones que compartían su tarea. No permanecía mirando de lejos, sus manos se ajaron como las de todos, sin distinciones, a pesar de ser el patrón.
Aunque suena melancólico, este recuerdo es de admiración por los padres políticos que tuve, ellos, y que ya no están. 
Las Toscas, pueblo en dicha época, casi en las entrañas de La Forestal, es un lugar al que me gusta regresar cada vez que puedo pero, no quisiera ver jamás caídas, aquellas paredes cargadas de historias simples, generosas y encantadas, al menos para mi corazón. 
Si alguna vez, tal cosa llegara a suceder, mi viaje sería suspendido, y no es por desamor a la gente. Siento que las paredes guardan el espíritu de los antiguos moradores, que todos estamos en ellas, los que terminaron su vida antes, sus habitantes de hoy,  y los que regresamos ocasionalmente. 
Así como tratamos de sanarnos en cuerpo y alma, cuando es posible, las casas queridas también necesitan ser curadas, preservadas, mimadas. 
Apoya tus manos en ellas, como en un abrazo,  y experimentarás una sensación sublime, no estoy loco, hazlo. 
Esas paredes son fieles testigos de nuestro paso por estos valles de Dios.  
                                                                                         
                                                  Fotografía y texto de José López Romero

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