Los ángeles muertos y los viejos cuerdos son hilos de viento y azules de cielo. La magia que veo, el sol que yo quiero, los besos sin precio, mi alma y documento.

sábado, 9 de noviembre de 2013

tonos ligeros


Tomé unas líneas sin medir su valor, 
ni sé si está bien expresado, aunque al fin es lo mismo, 
pero quise dar unos pasos y me asomé a la ventana,
la calle decía sus cosas y algo me faltaba de ella.
Edifiqué una pequeña torre, ni tan alta ni tan torpe,
y allí habité su espacio íntimo, 
lento y calmo, sin nieblas, apenas melancólico, tal vez.
Era el empujón que necesitaba,
y a la semana dormitaba en un coche segunda clase del Estrella del Norte.
Jamás dudé ante aquella aventura y fue la primera página.
Una sucesión de imágenes acompasaron mi sueño.
No tenía nada para escribir mis referencias,
todo era nuevo y quedaba en el aire,
o en el fondo de mi actitud rebelde.
Una sinfonía de rieles y durmientes resonaba jubilosa,
no importaba el asiento duro de un boleto mínimo,
ni siquiera el rito provinciano de las valijas enormes,
y las mascotas en una bolsa de cabeza afuera.
El olor era diverso, entre humano y animal,
discusiones de alcohol, conversaciones altisonantes,
vendedores de baratijas, "fiolos" detectando muchachas ingenuas,
montones de ilusiones echadas al todo o nada de la suerte mundana.
Todos andamos y buscamos, cada cual a su tiempo, 
pensaba mirando el espejo de la pensión "El Coral", del Once,
aburrido en mis iniciados días de soledad,
ciudad hacinada, como hoy lo sigue siendo, Buenos Aires.
No pensaba aún en acostumbrarme,
mientras tanto el reloj de la plaza marcó seis campanadas,
y yo bajaba las escaleras del subterráneo en Miserere,
cuando vi al saxofonista como salido de un cuento de Cortázar.
La cola mágica de la gente serpenteando entre sí,
indiferentes, andar nervioso siempre de rutina y paso,
el sonido profundo del músico chocaba en sus miradas vacías,
no podía ver mis ojos, pero creí percibir algo diferente, y sonreí feliz.
En "El navegante" me sorprendería aquella dama,
vestía ropajes antiguos pero de telas cuidadas,
eran las diez, y el almuerzo me encontró escribiendo, 
la señora del bastón saludó con un ademán sin mirar a nadie.
El mozo apartó la silla de su mesa y ella se sentó con definida gracia,
me subyugaba su  personalidad, de tanto en tanto la miraba,
unos días más tarde, recibí una tarjeta a su nombre diciendo,
¿quiere conversar usted conmigo? 
Sorprendido supe que una extraña historia se abría,
y que a veces las cosas suceden de esta forma,
me dejé llevar por el momento sin pensar demasiado, y en medio,
el mozo apareció con una pequeña copa azul que olía a rosas.  

                                                                                 Gráfica y texto de José López Romero

  

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