Los ángeles muertos y los viejos cuerdos son hilos de viento y azules de cielo. La magia que veo, el sol que yo quiero, los besos sin precio, mi alma y documento.

jueves, 7 de febrero de 2013

Una vez


 Como cuando alguien escribe un cuento, comencé el primer renglón de esta página misteriosa, porque creo, así se desnuda la sensación de los primeros pasos. No digo un salto al vacío ni cosa por el estilo, sencillamente un breve ir hacia delante con una nueva aventura del pensamiento.
Una vez, decía, perdí un manojo de palabras mínimas que no estaban aún convertidas en manifestación legible, apenas palabras sueltas con ese rostro lavado de algo que podría ser y aún no era.
Las recuerdo sin temores ni vergüenzas, tampoco ostentando principios de valentía o coraje, aunque sí percibí su espíritu honesto más allá de cualquier mérito de honor que tampoco me interesa como objetivo.
Apenado en mi lirismo ignorante y altruista recorrí lugares frescos de tantas andanzas, primero el barrio, después los caminos que se dejan amar, más tarde las veredas con sus paisajes de casi todos mis años y lógicamente no dejé sin revisar mis dos queridos patios. Muy cerca ellos.
Busqué en el hueco de mi guitarra, ese agujero de escupir sonido me despertó sospechas al final infundadas. ¿Y si estuvieran enredadas entre las cuerdas gastadas que fueron cambiadas y que guardo aunque se enoje Pablo, en un cajón del mueble azul para situaciones de emergencia?
Y no, el no se repitió incansablemente hasta cuando revisé uno por uno los bollos de papel en el cesto debajo de la mesa de teclear, que llevan larga vida arrumbados porque siento que sus temas desechados siguen latentes. Siempre supe que soy incapaz de un exterminio masivo de nada, aunque alguien o yo mismo pueda explicar que esta cuestión rivaliza con papeles inservibles.
Un holocausto de símbolos inocentes no me interesa, siquiera tuviesen textos religiosos anarquistas o revolucionarios.   
Dos palabras juntas podrían tener significado para alguien con más luz que mi persona, sin importar que hayan pasado por el odioso tamiz discriminador que describo. O en el caso de suceder una hipotética recapitulación de la elemental razón que me asiste, descubrir que la mala práctica no existió y ellas cobrar una reivindicación moral que me dejase mal parado.
Cansado volví de todas mis huellas con el paladar disgustado por el mal trago. 
El vino ardiente de la desazón había hecho estropicio casi total en mi “siquis” desahuciada por una duda en la frontera de la idiotez.
El Dios con mayúscula que todo lo sabe y hace, a él le reservo la gloria de un encuentro con mis pobres papeles en fuga que queda claro no expulsé unilateralmente de mis dominios.
Las persecuciones son complicadas y no sé nada de ellas. Un descuido lo tiene cualquiera pero, aquí detengo el análisis para no entrar en lo inconveniente. Ya no quiero el portazo ofendido de algún supuesto soberano, en la nariz.
Para los dolores mentales alcanza mucho menos argumento, y como todavía necesito la cabeza sobre mis hombros, el  dispositivo pertinente destruirá sin apelaciones este documento fallido, en cinco o no se cuántos segundos después de ser leído.
                                                                                                        José López Romero       

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