Una vez, decía, perdí un
manojo de palabras mínimas que no estaban aún convertidas en manifestación
legible, apenas palabras sueltas con ese rostro lavado de algo que podría ser y
aún no era.
Las recuerdo sin temores ni
vergüenzas, tampoco ostentando principios de valentía o coraje, aunque sí percibí
su espíritu honesto más allá de cualquier mérito de honor que tampoco me
interesa como objetivo.
Apenado en mi lirismo
ignorante y altruista recorrí lugares frescos de tantas andanzas, primero el
barrio, después los caminos que se dejan amar, más tarde las veredas con sus paisajes
de casi todos mis años y lógicamente no dejé sin revisar mis dos queridos patios.
Muy cerca ellos.
Busqué en el hueco de mi
guitarra, ese agujero de escupir sonido me despertó sospechas al final
infundadas. ¿Y si estuvieran enredadas entre las cuerdas gastadas que fueron
cambiadas y que guardo aunque se enoje Pablo, en un cajón del mueble azul para
situaciones de emergencia?
Y no, el no se repitió incansablemente
hasta cuando revisé uno por uno los bollos de papel en el cesto debajo de la
mesa de teclear, que llevan larga vida arrumbados porque siento que sus temas desechados
siguen latentes. Siempre supe que soy incapaz de un exterminio masivo de nada,
aunque alguien o yo mismo pueda explicar que esta cuestión rivaliza con papeles
inservibles.
Un holocausto de símbolos
inocentes no me interesa, siquiera tuviesen textos religiosos anarquistas o revolucionarios.
Dos palabras juntas podrían
tener significado para alguien con más luz que mi persona, sin importar que
hayan pasado por el odioso tamiz discriminador que describo. O en el caso de
suceder una hipotética recapitulación de la elemental razón que me asiste,
descubrir que la mala práctica no existió y ellas cobrar una reivindicación
moral que me dejase mal parado.
Cansado volví de todas mis
huellas con el paladar disgustado por el mal trago.
El vino ardiente de la
desazón había hecho estropicio casi total en mi “siquis” desahuciada por una
duda en la frontera de la idiotez.
El Dios con mayúscula que
todo lo sabe y hace, a él le reservo la gloria de un encuentro con mis pobres
papeles en fuga que queda claro no expulsé unilateralmente de mis dominios.
Las
persecuciones son complicadas y no sé nada de ellas. Un descuido lo tiene
cualquiera pero, aquí detengo el análisis para no entrar en lo inconveniente.
Ya no quiero el portazo ofendido de algún supuesto soberano, en la nariz.
Para los dolores mentales
alcanza mucho menos argumento, y como todavía necesito la cabeza sobre mis
hombros, el dispositivo pertinente destruirá
sin apelaciones este documento fallido, en cinco o no se cuántos segundos
después de ser leído.
José López Romero
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