De continuo citaba a Borges, y de Don Jorge Luis, saltaba a codearse imaginariamente con Cortázar o Casares, tal vez Marechal o Malea. Las peripecias de Arlt con sus "Siete locos" figuraban en su memoria con la identidad y el prontuario de viejos e inanimados compinches.
Se acomodaba entre aquellos personajes misteriosos y además, cada día despertaba en el cuarto sombrío de un cuento de García Márquez o en un jardín burgués de una novela de "Manucho" Mujica Lainez.
En el barrio lo creían un intelectual. Lo llamaban de ese modo y el asentía con ademán respetuoso al saludar. Tal actitud resultaba irreprochable y hasta simpática, al pasar como de costumbre con un libro bajo el brazo.
Si conversaba ponía en juego un rico vocabulario, lo hacía notar y nada suponía cosas del azar, como está escrito, alimentaba un prestigio superior y buscaba ser reconocido, no trataba de ocultarlo.
El sustento de su inteligencia era muy particular, y su decir siempre ajeno, hizo que los amigos dejaran de frecuentarlo, equivocados o no, pero al fin cohibidos por su desbordante personalidad prestada.
Nadie lograba su vuelo por mas que leyera un par de libros, intentando no desentonar ni mostrarse ridículo en casuales encuentros, para una charla pasajera.
Una noche, salió a mirar el cielo dejando a sus maestros de compañía apilados sobre la mesa. Respiró el fresco nocturno y elevando su mirada, preguntó quedamente, casi murmurando en tono angustiado, un ritual al oscuro y al silencio.
No hubo respuestas y apretó entre las manos su cabeza en doloroso conflicto, con los ojos fijos aún en signo de interrogación, se enredó confundido en una constelación brillante.
Las estrellas ni nada en el cosmos fueron el reflejo que esperaba, solo hacían su rutina milenaria. Las aves en sus nidos y sus árboles tampoco se vieron incomodadas y durmieron.
Dicen, que un día de lluvia, desafió a una tormenta de infernales fuegos eléctricos, vestido de túnica blanca a la usanza oriental, y cubriendo sus cabellos negros hirsutos, un casco abollado de veterano que hizo suyo al concluir la guerra.
Las ventanas y puertas de la casa antigua donde vivía permanecían abiertas, y extrañamente el viento no las castigaba sacudiéndolas.
De pronto, alzó sus brazos a modo de invocación y a unísono con un trueno atroz, la voz gutural salida de su garganta fue el disparador para que desde el interior de las queridas paredes, escaparan millones de letras y palabras que liberadas iniciaron un vuelo hacia la nada.
(texto y fotografía de José López Romero)
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