Los ángeles muertos y los viejos cuerdos son hilos de viento y azules de cielo. La magia que veo, el sol que yo quiero, los besos sin precio, mi alma y documento.

lunes, 22 de abril de 2013

dulce y extraña sinfonía

Todo queda prendido en el alma, me gusta pensarlo así, ¿o acaso queda mal, o no es lícito,  conmemorar en gusto y ganas las vertientes extremas del corazón?
Mi expresión literaria es esquiva, apenas un esbozo plagado de lugares comunes, 
y antepongo a esta razón contradictoria, el humo de una dulce y extraña sinfonía de recuerdos.
No llevo nada más que este boleto y siento que apenas sirve para una humilde estación.
No sé qué me pasa, y de puro sentimental, como dijera alguna vez de mi, Carlos el escritor. 
culpo de tanta nostalgia y no pocos grises, a unos tragos de vino y su velo de amor. 
Escucho el viaje de Vitale inventando notas de marfil y me duele Alfonsina en su túnica de versos, sus pasos hacia el  mar donde naufragó el tesoro de su pasión sin respuesta ni rédito.  
Hay ideas que no limitan con la ironía de un barco sin travesía ni norte en la rosa de los vientos, la amplitud del silencio es capaz de mucho más que no puedo precisar.
Una sombra baja desde la pared ganando espacio, comiéndose el patio sumiso, 
la emparrada motiva su romance de verde y óxido de hierro, 
el piso resquebrajado juega rayuela con los ladrillos del tapial, gastados y casi desnudos, presos de más de cien años que se fueron volando a ninguna parte.
La vieja pensión, la peluquería de Cedrón al frente, mi tío de la primera guitarra en una pieza de soltero al fondo, nada puede quitarme aquellos tesoros que guardo para no sentir la porquería que nos invade, que anda suelta por ahí, impune, envenenando prójimos.
Un león escribiéndole a otro, alguien canta
suscribo por si vale,  el lúcido mensaje de Novarro jamás impugnado. 
Mezclo a Jesús con mis pensamientos rebeldes, 
y me veo perdido en los montes del Delta jugando a la guerra, 
aprendiendo a cazar guerrilleros con métodos inútiles de Vietnan, matándolos de mentira.
Después del pantano, los pies enfermos  y dormir en la playa juntando estrellas y lágrimas, 
las consignas de odio que mi adolescencia creyó parte de una película, desaparecieron.  
Allí decidí otro vuelo, y fue acomodar el cielo para salir desde Retiro, donde había pisado "la capital" inaugurando mi primera vez, cinco años antes.  
Buenos Aires ya no era la cancha de Boca o el Monumental, tampoco quería andar por San Telmo, las recovas de Alem, por El Once o Villa Ballester, corría 1969.
A las 22 de un día cualquiera, con un bolso escuálido y dos mangos en el bolsillo, ubiqué mi asiento en un vagón proletario clase única del Belgrano.  
Desperté con el sol siguiente sonriendo a mi Santa Fe, y dos horas o tres más tarde, la emoción me traicionó al doblar en la esquina de mi calle French. 
Estaba de nuevo en mi barrio, caminando por el sendero aún de tierra y gramilla de mi infancia,  vi a unos vecinos  y en sus sonrisas sentí que renacía, llegando a la casa de mis viejos.      
                                                             Texto y fotografía de José López Romero

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