El sol de “pasadas las
siete” recortó los vértices de la casa.
Bajo la ventana de vidrios
horizontales, el tronco del viejo pino reciclado como estante, ofrecía su muestra de cactus
enanos, aún a la sombra.
Por encima de la puerta del
pasillo, sin viento que señalar, la veleta inmóvil apuntaba hacia un mentiroso
sureste que no había sucedido.
A un costado de la gruta de la Virgen celeste, el
jardinero de gris cemento, de canasto al hombro, permanecía fiel en su
silenciosa custodia
Yo, debajo del fresco cielo
verde de una Santa Rita, besos y juveniles, era inducido buenamente por duendes
naturales, a ser parte del color de sus hojas.
No quise sustraerme a la
contemplación, ni a la música de las chicharras, habitantes veraniegas del gigantesco laurel,
protector añoso de mi antiguo rincón refugio de escribir cuentos y crónicas. Retengo la vida de Kati en la memoria, la perra negra, pisando el verde, buscando en el suelo con el ahínco tenaz de los perros. A su lado, curioso, Paquete el cachorro, nuevo en la familia por esos días.
Me gusta pensar que ahí ha
quedado la energía de tantos personajes reales o inventados, a los que sigo
conectado y al parecer, sin intenciones de liberarme o abandonar ellos, el sitio
donde fueron convertidos en historias de papel.
Sobre la mesa blanca, la
excursión del Coronel Lucio Mansilla reposa, igual que mis “gafas de ver lejos”, el
termo vacío, el mate recién tibio, la infatigable radio china y el celular de
Martha que riega sus sobre protegidas plantas.
Aún creo en la virtud de los
sentires simples cercanos y mágicos, en el embrujo de lo que fue, la vida guardada en un
caja de fotografías, que ayer compartí con Enardo, mi entrañable amigo de crianza.
Digo, que todo está en la
percepción de las cosas mínimas, en lo que a veces dejamos de lado viéndolo
poco importante, cuando en realidad, a pesar de tales descuidos, este misterio que
no alcanzo ni podré jamás develar, nos
pinta de luz el alma.
Una
mañana de febrero de 2013
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