Los ángeles muertos y los viejos cuerdos son hilos de viento y azules de cielo. La magia que veo, el sol que yo quiero, los besos sin precio, mi alma y documento.

viernes, 22 de marzo de 2013

sin chaveta


Busqué esta imagen que tenía arrumbada en el fondo de un archivo, y la encontré hermosa y ataviada, expectante por salir a la luz, suponiendo que una fotografía tuviese tales sentimientos. 
Cosa de locos, lo sé, reconozco el traspié, pero estoy aquí dialogando con mi yo de otro lado, de ventana y puerta sin chaveta en otra parte. 
No quiero ni puedo hacer filosofía barata, me falta talento para deshilar el rollo que llevo adentro, aunque sí creo, que este jeroglífico todavía anda conmigo, y me espera, y no dice nada, sabe que resucitaré desde el centro de las montañas de basura que arrastro, toda mía, no pinto de nada a nadie, ya que viene bien un acto de conciencia extrema, ja!
La foto, con sus ladrillos descarnados me dice que ha pasado mucho tiempo y agua bajo mi puente, era un stud de otras épocas, que en realidad guardaba un solo caballo, y hablando con propiedad, debí decir que era una yegua. 
El animal fue una estrella de las pistas provincianas y pese a su currículum deportivo nunca faltaba un osado que desafiaba su velocidad en carreras cuadreras que generalmente ganaba. 
Bruja o Perla, se llamaba según el lugar donde corriese, una estrategia burrera, colijo. Yo tenía diez años o poco menos cuando allí, en la casa y lugar donde apreté el obturador de mi cámara, en el fondo del patio con vista al tanque de aguas corrientes, tal cual se observa, jugábamos con mis primos los juegos de aquellos inocentes días. 
Mientras seguía abusando del permiso y la paciencia del propietario de la casa, que miraba con curiosidad mi embeleso, mi cariño por ese rincón, me pregunté tontamente si la gramilla que pisaba sería la misma de mi infancia. Otros podrían elucubrar interrogantes similares, cuasi pavos, o solo yo soy un bicho de rarezas tan idiotas, me dije. 
No me juzgo ni condeno, pero es justo entrenar la incoherencia de vez en cuando, para no caer desde el árbol cualquier día, como una pera tristemente podrida y ni siquiera arrepentida. 
La metáfora tampoco me ayuda en la estacada, como diría un criollo, ensayo en un tramo de soledad y siento que suelo abrevar en tales terrenos con frecuencia, y no se si es bueno.
Esas paredes viejas, que continúan paradas y corriendo con ventaja ungidas por una percepción antigua, se me hace, aguardan un abrazo del pasado que las dejó abandonadas.
Cosa de locos, lo sé, sin chaveta, repito y no me importa, nunca seré un genio para esconder ni trampear con las cosas que me salen porque son libres, inocentes como describí los juegos de la niñez, pero siempre afortunadamente mías.
                                                                                           José López Romero.  

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