En la cúspide de la idiotez,
el cuchillo con que el hombre abría el paquete de discos para empanadas, inconcientemente
apuntado hacia sí mismo, zafó
incrustándosele en el pecho. Con los ojos desmesuradamente abiertos, pues
no era para menos, intentó decir algo inaudible en tanto expiraba.
Nadie comió ese día
preparado para fiesta, primero porque la sangre había arruinado el picadillo y
los circulitos de masa, segundo, porque debían preparar el velorio del pobre
tipo que en su agonía habría escuchado cuando alguien molesto y contrariado por
el incidente dijo, “¡qué pelotudo!”.
De alguna manera los
presentes y curiosos llegados asintieron esta sentencia impiadosa dejando al
que se moría sin remedio con tres palmos de nariz.
Así fueron las cosas aunque este
relato parezca el pésimo argumento de una película de cuarta, los peores
calificativos para el reciente cadáver, lejos todavía del “rigor mortis”, opacaron
sin distingos las lágrimas sinceras y las de compromiso que nunca faltan.
Un par de perros, uno del
domicilio y otro callejero arrimado, dieron cuenta del frustrado menú que un
delirante sin escrúpulos arrojó al tacho de la basura fuera de la casa. Cuando
se percataron de esto ya era tarde y los canes se habían recostado a la sombra
relamiendo sus bigotes rechonchos y satisfechos. “La sangre de Cristo”, dijo un
no sé qué pariente con cada de compungido graficando su propia ignorancia y
desparpajo.
De cualquier manera fue
imposible detener el comentario que se deslizó en cuanta lengua sin criterio,
ni siquiera con hilachas de humanidad, inflando un palabrerío ramplón que daba vergüenza.
Desde entonces, ya pasados los
años, las empanadas siguen siendo mal vistas en la casa del comedido que aquél
día nefasto se ofreció a prepararlas, decretándose de alguna forma su
innecesaria e improductiva muerte. Incluso en el barrio dicho drama dejó la
enseñanza de no comprar jamás discos en bolsitas sino que cada quien hace masa
casera para no caer en un crimen autogestionado. Al mártir de la estocada doméstica
ni siquiera lo recuerdan por su nombre, salvo los deudos antiguos, pues como se
dice vulgarmente, debajo de la alfombra del mundo está lleno de finados útiles
o inútiles. (JLR)
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